lunes, 17 de noviembre de 2008

Hacia la "vocecilla" perturbante

En respuesta a inquisitivas preguntas de mi estimada Carmencilla. Un pequeño texto que escribí en aquellos momentos de pseudo-introspección.

No entiendo a la creatividad. Creo haber escuchado alguna vez que cuando uno es pequeño desarrolla casi todo el potencial creativo. Según tengo recuerdos, por distorsionados que pudiesen ser, recuerdo haber hecho bastante uso de la imaginación inventando un sinfín de mundos, historias, hechos a los cuales les otorgaba naturaleza sobrenatural, dotándolos de un sentido dentro de mi vida un tanto privilegiado, llegando incluso de vez en vez a modificar de manera un tanto amplia mi percepción de aquello que, se supone, es la realidad. Pero también recuerdo que dentro de aquellas mismas creencias e ideas reinaba sino siempre, muy frecuentemente un gran dejo de escepticismo respecto de las cosas que hacía, una cierta incapacidad de enfocar mi completa concentración en aquellas cosas que hacía. Siempre resonaba en mí el eco de aquella tercera voz que se negaba a desapegarse de lo “objetivo”, aquella que en tanto logro posicionar mi alma en aquello a lo que le estoy dedicando mi tiempo, cuestiona el hecho, le otorga realidad, le da un nombre, lo etiqueta de falsedad, de pura creencia, de pura irrealidad.
Es esto, señores lectores, ésta maldita voz interna la que me prohíbe muchas veces disfrutar del arte a cabalidad. Es ella la que insiste en depositar mi poca concentración, o bien, dentro de mí, o bien, en objetos fragmentarios cuya unidad no ha de terminar más que en la reconstrucción artificial de la memoria. El problema fundamental de ello es la incapacidad de reestablecer realidad de fragmentos, ha no ser por azar.
Y según logro dar cuenta, estimados yoes, es este mismo evento (o bien algo bastante similar) lo que sucede, no sólo en el arte, sino que en cualquier aspecto del diario vivir que requiera de un mínimo de atención.

Creo, pues es difícil determinar este tipo de cosas con un mero razonamiento, poder esbozar cierta conclusión, o en definitiva, consecuencias de este peculiar evento. Pues según otra sarta de recuerdos vendría a ser este mismo hecho desafortunado el gatillante tanto de mi frustración intelectual como artística. Es decir, en lo que respecta a lo intelectual, ¿qué es sino la atención aquello necesario para la comprensión? Y en tanto no exista comprensión, existirá frustración y, por consiguiente, aquel ya tan recurrente sentimiento de idiotez. En lo que respecta al arte, la música especialmente, es esta sensación de falsedad aquella que me impide una completa conexión con la obra en proceso de creación, cuya “objetividad” no es más que la voz de aquella autoestima tan deplorable. El interior tiñendo el exterior, pero en este caso, no lo exterior cómo aquello objetivamente existente, sino lo exterior como aquello que ha de estar separándose de mi interior previo a su objetividad, en otras palabras, el proceso de creación musical, el movimiento aristotélico en cuanto aquella actividad que actualiza la potencia de la creación objetiva. La tinción, por tanto, correspondería al movimiento, al eterno presente de la creación, cuyo resultado no ha de ser más que pura “objetividad” racional en tanto negación de la subjetividad impulsora del movimiento primero.

No podría afirmar que todo lo que he deducido tiene siquiera cierta validez práctica ni teórica. Puedo afirmar el estatus real de aquella “vocecilla” perturbante, pero en tanto interna no podría darle el crédito de coexistencia separada de mí. Es decir, quizás, la verdadera preocupación habría de estar puesta en ella y no en sus consecuencias, puesto que ella viene a ser la gatillante de todo.
Debiera, como punto primero, darle el crédito de manifestación de algún estado interno cuya puesta en escena es por medio del lenguaje, que siempre viene acompañado de cambios emocionales. Lógicamente existen momentos (como ahora) en los cuales esta “vocecilla” queda acallada por el grado de concentración logrado. Lamentablemente este tipo de momentos no son los más frecuentes, pero ciertamente su escasa frecuencia provocan que cuando de hecho se logran sean venerados por mí con cierta devota gratitud, como si aquello no dependiera de mí en absoluto. La actividad de estos hechos queda así plagada de paradojas. Siempre está latente aquella dicotomía entre “yo como gatillante de los procesos” v/s “azar contextual”. La elección de uno u otro como principios de la acción estaría dado, paradójicamente, por el contexto, cuyo carácter ha de ser, en una visión escéptica, azaroso. Y quizás es por ello que tanto interés me provoca el fenómeno de la sincronicidad, en la cual el azar y el conocimiento van de la mano.

Recuerdo, al estar bajo efectos de cierto bello fruto psicoactivo de nuestra naturaleza, como se disipaba la concepción “objetivista” de mí, como el placer subjetivo se hace presente sin pero, en toda su magnificencia. La manera en que se logra, en cierta forma plena “atención” y “concentración”, tanto debido a la exaltación de las percepciones como a la pérdida de la objetividad. Aquellos momentos en que la “vocecilla” o se ve acallada por la “atención” y “concentración” o por, bueno, algún otro tipo de explicación que preferiría omitir. Lo cual no significa que estos resultados sean analogables al estado normal de las cosas, no sea iluso estimado lector.

En fin, creo que, en algún otro momento de clarividencia, le dedicaré tiempo especialmente a aquel omúnculo detrás de aquella detestada “vocecilla”.

3 comentarios:

Eduviges dijo...

oye cristóbal, basta de cuentos, esa vocecilla es la puta razón, elimínala y tírate desde el quinto piso. Ahí habrá creación.

Sr. Zorro dijo...

Sinceramente, dudo que tirarse de un quinto piso sea muy creativo. xD

Anónimo dijo...

La carmen tiene razon wn


- la awela