domingo, 30 de noviembre de 2008

Silencio

Puede que haya una distancia infinita entre el silencio y su quiebre. Aún cuando alguien se dispusiera a hacer un análisis exhaustivo de las infinitas formas del silencio no obtendría más que la confirmación que implica su esencia: el vacío.

Creo que hoy existe un tipo de silencio suficientemente cruel para impulsarme a terminar escribiendo de algo que en ningún momento estuvo en mi mente sino hasta el momento crucial en que nace aquella típica determinación recurrente de escribir. Aquel ritual pausado, o enviciado, o quizás tan sólo eufórico, de buscar entre las líneas las palabras a las que se las ha de hacer nacer sin completa conciencia del resultado transitorio, final, principal; no importa, es algún tipo de resultado. Y ese resultado es un quiebre, un quiebre del silencio que se teme romper por encontrar en el ruido objetos de nosotros mismo que perdimos alguna vez por obra y gracia de nuestra fingida voluntad.

Llegado a tal punto no existe nada en mí que no desee arrojar mi cuerpo inerte por los vacíos de callejones olvidados con huellas impresas del paso de algo que quizás podría llamar “yo”.

Silencio.

Silencio es aquello que intentamos asir por el cuello, esperando verle de frente al muy hijo de puta, pero se escurre, se hace presente en el caos, en el ruido, en la no-comunicación significante, en el puto gran Otro Lacaniano. Huye con todos ellos, no me esforzaré en alcanzarte. No hoy, ya me dejaste claro que detrás de ti no encontraré más que tu secreto designio.

Silencio.

viernes, 28 de noviembre de 2008

Sueño Con Mi Realidad Constantemente

[Creo que es el único poema que he escrito en toda mi vida. No recuerdo hace cuanto lo escribí exactamente, si no me equivoco, creo que vendría a ser a principios del 2007, o quizás del 2006, no lo puedo asegurar con certeza. Tiene ciertas modificaciones del original, pero su esencia sigue ahí, latente, expectante, esperando el momento oportuno para recordarme que quizás no es mas que un eterno retorno]

Sueño con mi realidad constantemente
Veo mi irrealidad hasta el cansancio
Siento que no siento el sentimiento
Creo que no creo lo que es obvio
Miro bajo una mirada incierta,
la cínica imagen de una irrealidad torcida

Siento el sueño, siento el vértigo
Me veo suspendido bajo la nada,
pero no me creo,
siento, pero no me entiendo
me voy para no volver al segundo perdido,
pierdo el tiempo, que a tiempo
me deja tiempo para olvidar ese segundo

Sigo atontado bajo el peso de mi pensamiento
girando bajo el vaivén del reloj,
pensando lo que no pienso,
engañando todos mis sentidos
me arrodillo, pidiendo en desesperación mi libertad
grito ahogado en el eco de mi prisión andante

imagino un espejo frente al otro
una gota transparente proyectada mil veces,
y en el fondo sigo soñando
esa imagen proyectada bajo la
irrealidad de mi mirada
y de un sentido torcido
por el peso de mi prisión

sábado, 22 de noviembre de 2008

Dientes de Vampiro

Le costaba concentrarse en la cantidad de eventos que se sucedían rápidamente ante sus ojos. Le impresionaba la cantidad de diferencias personales que presentan las personas. Miraba desesperado de un lado para otro con la esperanza de no perderse ningún detalle, cada uno de los movimientos de aquellos desconocidos eran absorbidos vorazmente por su percepción fragmentada por la ansiedad. No entendía como lo hacían las personas para mantenerse sentadas en sus respectivos asientos con manifiesta calma y casi completa despreocupación de sus semejantes circundantes. Si no fuera por mínimos movimientos de sus ojos que parecían posarse de vez en cuando en uno que otro objeto, le parecía ser el único ser humano preocupado por el ambiente en el que se encontraban imbuidos. No era más que un afán personal, una forma de matar el tiempo.

Lo primero que cautivó sus ojos fue una señora de mediana edad que regañaba a su pequeño hijo por no quedarse tranquilo. Se encontraba en aquella no tan agradable edad para los padres en que todo les llama la atención, y haciendo uso de su recientemente adquirido lenguaje no pierde la oportunidad de hacer notar su curiosidad.
- Mamá... –pregunta sin disimulo aquel pequeño e inquisitivo ser- ¿porqué ese señor tiene la guata tan grande?
Hace un ademán de indicar al no tan delgado hombre sentado no lo suficientemente lejos como para que su no muy conciente interrogación le pasara desapercibida al hombre en cuestión.
- Silencio hijo –responde la madre secamente- esas cosas no se dicen en voz alta.
Con esfuerzo logré disimular una risa que aspiraba escapar de mi boca temiendo enfadar, aún más, a un no tan complacido pasajero con la característica que se le atribuía. Aquel hombre de baja estatura y prominente panza, cuya contextura no dejaba entrever duda alguna en torno al porqué del cuestionamiento del niño, no pudo más que dirigir una mirada de desprecio al sonriente crío, que al percatarse de que sus palabras no habían sido del todo del gusto del objeto de su curiosidad, decidió guardar silencio y mantenerse, afortunadamente para la madre, unos minutos tranquilo. Pensaba en mi infancia, en cómo habría sido en aquellos años, cuántas vergüenzas habré hecho padecer a mi madre. Luego reflexioné, y me pareció cómico imaginarme preguntando el porqué de quizás que sarta de cuestiones. Pobres madres, sin duda.
De mi asiento tenía una vista privilegiada, podía ver, prácticamente, a todas las personas a bordo. El niño seguía haciendo preguntas, ¿a dónde vamos, qué me va hacer el doctor, me va a doler?, a lo cuál la madre respondía de manera casi automática, no sin un dejo de notoria irritación. El gordo hombre, que tanta impresión causaba en el pequeño, se preocupaba ahora de sus propios negocios, husmeando en algunos papeles que leía con dedicación, aislado del mundo. Me pregunté si aquel hombre tendría hijos, y de tenerlos que clase de padre podría ser. Llegué a la conclusión de que probablemente sería de aquellos autoritarios y frívolos. Miré luego al niño que se entretenía ahora haciéndoles señas a los transeúntes, que más se esforzaban en ignorarlo que en devolverle sus efusivos saludos. Aburrido ya de sus fallidos intentos, optó mejor por enfocar sus esfuerzos en un lugar seguro:
- Mamá –dice buscando la atención de una somnolienta madre- ¿estás durmiendo?
- No hijo –dice apenas prestando atención a la pregunta sin abrir los ojos.
- Entonces, ¿por qué tienes los ojos cerrados?
- Porque estoy descansando, ahora silencio, o sino –dice bajando el tono de la voz y apuntando al espacioso hombre- vas a hacer que el señor se enoje y cuando se enoja le salen dientes de vampiro y te va a venir a comer. Así que mantente tranquilo.
Ante lo cual, el pequeño mira espantado y guarda silencio nuevamente. Me dirige una mirada rápida y me saca la lengua.
Me di cuenta que llevaba largo rato observando a la pareja. Después de un rato caí en la cuenta, aquella pareja me hacía recordar mi propia infancia. Mi madre tenía la mala manía de emplear todo tipo de viles artilugios con el fin de mantenerme quieto y obediente. Aquellos años de infancia los crecí rodeado de un sinnúmero de peligros ficticios suministrados por mi madre, desde vampiros, ogros, el viejo del saco, y quizás cuantos otros que no vienen al caso nombrar. Al parecer había olvidado la cantidad de sustos que me hizo pasar, es impresionante la manera en que nuestra mente erige nuevos recuerdos sobre los viejos. La manera en que nuestros recuerdos se atrofian y distorsionan, pero manteniéndose estáticos en algún recodo de nuestra mente esperando el momento oportuno para su aparición.
- Mamá, tengo hambre…
- No tengo nada para comer, vas a tener que esperar.
No muy complacido, nuestro evocatorio amigo comienza a insistir molestamente a modo de protesta.
- ¡Cómprame algo! –grita llamando la atención de todas las personas a bordo.
- ¿Y dónde quieres que lo compre? –interroga la madre a su vez con notoria irritación- Te esperas y punto –bajando luego la voz agrega- y si no quieres que ese señor –indicándome a mí- te muestre sus colmillos de vampiro, mejor te quedas callado.
El pequeño sinvergüenza me dirigió una rápida mirada temerosa antes de quedarse callado. Recordé entonces, que por las no tan casualidades de la vida (después de todo mañana era halloween), que llevaba conmigo uno de aquellos dientes de vampiro plásticos de regalo para mi pequeño hermano, quién a diferencia de mí, no había sido inducido a temer a aquellos seres. No lo pensé dos veces, y en cuanto mi asustado compañero estuvo nuevamente distraído ya sea reanudando su eterno cuestionamiento, o ya sea, mirando por la ventana, maravillándose del bello mundo que sus inocentes ojos asumían ver, saqué de mi bolso el pequeño artilugio y lo coloqué rápidamente entre mis dientes. Ahora, sólo me era preciso esperar el momento adecuado.
De verme mi madre en aquellos momentos, sin duda se hubiera reído. El asustado pasando a ser asustador –pensé- quizás nunca nos libramos del todo de aquellos pequeños fantasmas de nuestra infancia. El hecho, no podía negarlo, me resultaba un tanto placentero.
- Mamá, ¿realmente existen los vampiros?
- No hijo –responde la madre temiendo llegar demasiado lejos con sus amenazas-
Sintiéndose en suficiente confianza, ignorante de mi artificioso plan, me mira y me vuelve a sacar la lengua. Yo a su vez, lo miro y le sonrío dejando entrever mi postiza dentadura. Creo nunca haber tenido la oportunidad de ver un rostro cambiar de expresión de manera tan rápida y hacia polos tan opuestos. La confiada y burlona mirada dio paso a una genuina expresión de terror.
- ¡Mamá, los vampiros si existen!
- ¿Hasta cuando me lo vas a preguntar? Acabo de decirte que no.
- Pero… -diciéndole con notorio miedo al oído- ese señor tiene dientes de vampiro…
- Ya, ponte de pie mejor que nos bajamos en la próxima parada.
- ¡Pero mamá!, ¿Por qué no me crees? En verdad él tiene dientes de vampiro, ¡me va a comer!
- ¡¿Hasta cuando sigues con eso?!
- Pero…
- Ven, aquí nos bajamos…
Los veo bajarse de la micro. El pequeño me vuelve a dirigir una mirada aterrada antes de desaparecer entre el tumulto. Puede que sea un halloween que no olvidará.

lunes, 17 de noviembre de 2008

Hacia la "vocecilla" perturbante

En respuesta a inquisitivas preguntas de mi estimada Carmencilla. Un pequeño texto que escribí en aquellos momentos de pseudo-introspección.

No entiendo a la creatividad. Creo haber escuchado alguna vez que cuando uno es pequeño desarrolla casi todo el potencial creativo. Según tengo recuerdos, por distorsionados que pudiesen ser, recuerdo haber hecho bastante uso de la imaginación inventando un sinfín de mundos, historias, hechos a los cuales les otorgaba naturaleza sobrenatural, dotándolos de un sentido dentro de mi vida un tanto privilegiado, llegando incluso de vez en vez a modificar de manera un tanto amplia mi percepción de aquello que, se supone, es la realidad. Pero también recuerdo que dentro de aquellas mismas creencias e ideas reinaba sino siempre, muy frecuentemente un gran dejo de escepticismo respecto de las cosas que hacía, una cierta incapacidad de enfocar mi completa concentración en aquellas cosas que hacía. Siempre resonaba en mí el eco de aquella tercera voz que se negaba a desapegarse de lo “objetivo”, aquella que en tanto logro posicionar mi alma en aquello a lo que le estoy dedicando mi tiempo, cuestiona el hecho, le otorga realidad, le da un nombre, lo etiqueta de falsedad, de pura creencia, de pura irrealidad.
Es esto, señores lectores, ésta maldita voz interna la que me prohíbe muchas veces disfrutar del arte a cabalidad. Es ella la que insiste en depositar mi poca concentración, o bien, dentro de mí, o bien, en objetos fragmentarios cuya unidad no ha de terminar más que en la reconstrucción artificial de la memoria. El problema fundamental de ello es la incapacidad de reestablecer realidad de fragmentos, ha no ser por azar.
Y según logro dar cuenta, estimados yoes, es este mismo evento (o bien algo bastante similar) lo que sucede, no sólo en el arte, sino que en cualquier aspecto del diario vivir que requiera de un mínimo de atención.

Creo, pues es difícil determinar este tipo de cosas con un mero razonamiento, poder esbozar cierta conclusión, o en definitiva, consecuencias de este peculiar evento. Pues según otra sarta de recuerdos vendría a ser este mismo hecho desafortunado el gatillante tanto de mi frustración intelectual como artística. Es decir, en lo que respecta a lo intelectual, ¿qué es sino la atención aquello necesario para la comprensión? Y en tanto no exista comprensión, existirá frustración y, por consiguiente, aquel ya tan recurrente sentimiento de idiotez. En lo que respecta al arte, la música especialmente, es esta sensación de falsedad aquella que me impide una completa conexión con la obra en proceso de creación, cuya “objetividad” no es más que la voz de aquella autoestima tan deplorable. El interior tiñendo el exterior, pero en este caso, no lo exterior cómo aquello objetivamente existente, sino lo exterior como aquello que ha de estar separándose de mi interior previo a su objetividad, en otras palabras, el proceso de creación musical, el movimiento aristotélico en cuanto aquella actividad que actualiza la potencia de la creación objetiva. La tinción, por tanto, correspondería al movimiento, al eterno presente de la creación, cuyo resultado no ha de ser más que pura “objetividad” racional en tanto negación de la subjetividad impulsora del movimiento primero.

No podría afirmar que todo lo que he deducido tiene siquiera cierta validez práctica ni teórica. Puedo afirmar el estatus real de aquella “vocecilla” perturbante, pero en tanto interna no podría darle el crédito de coexistencia separada de mí. Es decir, quizás, la verdadera preocupación habría de estar puesta en ella y no en sus consecuencias, puesto que ella viene a ser la gatillante de todo.
Debiera, como punto primero, darle el crédito de manifestación de algún estado interno cuya puesta en escena es por medio del lenguaje, que siempre viene acompañado de cambios emocionales. Lógicamente existen momentos (como ahora) en los cuales esta “vocecilla” queda acallada por el grado de concentración logrado. Lamentablemente este tipo de momentos no son los más frecuentes, pero ciertamente su escasa frecuencia provocan que cuando de hecho se logran sean venerados por mí con cierta devota gratitud, como si aquello no dependiera de mí en absoluto. La actividad de estos hechos queda así plagada de paradojas. Siempre está latente aquella dicotomía entre “yo como gatillante de los procesos” v/s “azar contextual”. La elección de uno u otro como principios de la acción estaría dado, paradójicamente, por el contexto, cuyo carácter ha de ser, en una visión escéptica, azaroso. Y quizás es por ello que tanto interés me provoca el fenómeno de la sincronicidad, en la cual el azar y el conocimiento van de la mano.

Recuerdo, al estar bajo efectos de cierto bello fruto psicoactivo de nuestra naturaleza, como se disipaba la concepción “objetivista” de mí, como el placer subjetivo se hace presente sin pero, en toda su magnificencia. La manera en que se logra, en cierta forma plena “atención” y “concentración”, tanto debido a la exaltación de las percepciones como a la pérdida de la objetividad. Aquellos momentos en que la “vocecilla” o se ve acallada por la “atención” y “concentración” o por, bueno, algún otro tipo de explicación que preferiría omitir. Lo cual no significa que estos resultados sean analogables al estado normal de las cosas, no sea iluso estimado lector.

En fin, creo que, en algún otro momento de clarividencia, le dedicaré tiempo especialmente a aquel omúnculo detrás de aquella detestada “vocecilla”.